martes, 1 de junio de 2010

H.A Covington, "Evocar el Sueño de Hierro".



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EVOCAR EL SUEÑO DE HIERRO
(Traducido por Bucelario)
(20 de abril de 1999)
Camaradas y hermanos:
Como el verano que se anuncia, el último del más terrible de los siglos, me he encontrado a mi mismo rememorando el inicio de un verano de hace veintiocho años.
En ese día, había terminado mi último examen final y, por tanto, era mi último día en el instituto de Chapel Hill. Me dirigía a mi coche en un aparcamiento situado en una colina próxima al instituto. Desde la cima, me paré y volví la cabeza hacia los edificios, recordé todo lo ocurrido en los últimos tres años. En ese instante, me prometí a mi mismo que consagraría mi vida para asegurar que, algún día, ningún chico o chica blanco tuviese que atravesar ese lugar como yo lo había hecho.
Para mi propio asombro, he mantenido esta promesa durante casi tres décadas de caos y locura. El siglo se acaba y sigue siendo pertinente. Creo que nosotros, como grupo, hemos de hacer una pausa en los pocos meses que quedan del año y calibrar lo que hemos hecho y donde nos encontramos.
Hace muchos años, un novelista llamado Norman Spinard publicó un libro que se titulaba El Sueño de Hierro. No se trataba de una obra memorable; era una suerte de broma literaria en la que se especulaba sobre lo que Adolf Hitler hubiera escrito en caso de emigrar a los Estados Unidos tras el Pustch de la Cervecería y convertirse en un escritor de ciencia ficción en Nueva York. La frase ha permanecido en mi mente hasta hoy; me resulta muy acertada, sumamente descriptiva del tipo de visión que el Nacionalsocialismo tiene de la humanidad aria. El Nacionalsocialismo se puede definir a sí mismo como un sueño de hierro, el concepto de un mundo y una identidad humana que resiste como el duro metal, en lugar de decaer como la mera carne fofa, y en el que el alma del hombre es férrea y fuerte, y no débil y vacilante. El sueño de hierro es el alma oculta e instintiva de nuestra poderosa raza; acecha bajo la superficie de la mente y el deseo de todos los hombres y mujeres blancos que han nacido, pues es el regalo de Dios o los dioses que forjaron nuestra estirpe con el hielo, la nieve y el granito de la vasta extensión boscosa que era nuestra patria primigenia.
Toda mi vida he soñado con el Sueño de Hierro. No sé la razón. Supongo que, sencillamente, algunos hemos nacido fuera de la época que nos corresponde. Hasta de niño comprendía que, de algún modo, lo que me rodeaba no debía ser así, que la vida no era como tenía que ser. Siempre me ha perseguido, obsesionado, la imagen de un mundo muy distinto a aquel en el que crecí, un mundo enteramente blanco con muy diferentes normas y prioridades. Un mundo de fuerza, valentía y gloria; pleno de todas las cualidades, virtudes y experiencias que el materialismo judaico nos ha arrebatado.
De joven tuve una concepción idealizada del pasado –en el que sólo había rostros blancos, por supuesto- pero no tenía la menor idea de en lo que este Mundo Feliz de Orwell podía convertirse en el futuro. Eso fue hasta que descubrí el verdadero significado de Adolf Hitler, el Tercer Reich y el Nacionalsocialismo.
Desde ese momento, he servido al Sueño de Hierro, ya que para mí no hay otro sendero concebible. Cada oportunidad de rendirme al conformismo que se me ha presentado ( y ha habido muchas) la he rechazado. No es tan difícil. He quemado un pellizco de incienso en los altares de los falsos ídolos del Judaísmo y el Materialismo. Como en los tiempos del emperador romano Domiciano, toda estructura de poder lo exige ocasionalmente. Pero en ningún momento de mi vida he quemado ese pellizco de incienso como un peaje que me permitiera entrar en el maravilloso mundo del dinero y los bienes de consumo. Este gesto simbólico de sumisión ha supuesto, entre otras cosas, que posea una póliza de seguro médico desde que entré en la cuarentena.
A la edad de diecisiete años, reconocí el imperativo moral de la raza, el cual me demandaba total atención y dedicación; y desde entonces, lo he obedecido sin ponerlo en cuestión. No es la biografía más usual en el siglo XX, sin duda, o, al menos, no la más común desde 1945. “He hecho las paces con el sistema” es una frase que he oído en los últimos años de los labios de personas que una vez militaron en la resistencia; eso es algo que, simplemente, no ocurrirá conmigo.
Hablo de la Santa Pobreza Aria, y seguramente muchos de vosotros pensareis que hago una virtud de lo que es necesidad. No estoy de acuerdo. Si pudiera retroceder en el tiempo, cambiaría algunas cosas, pero me encaminaría por la misma senda que he tomado. Nunca he mirado atrás.
LLEVAR LA CARGA
He dedicado gran parte de mi vida en llamamientos hechos a vosotros –el pueblo, el colectivo, el genérico “vosotros”-, a aquellos con conciencia racial y conocedores de la verdad. Desde siempre, os he planteado cosas que no deseáis hacer. En esencia, he demandado –y continúo haciéndolo- que os pongáis a mis órdenes. No lo he hecho en mi nombre, sino en el del Führer Adolf Hitler y las generaciones nonatas de niños blancos, tanto el uno como los otros tienen el derecho a exigiros ese sacrificio y ese acto.
He dicho cosas que os han resultado extremadamente desasosegantes. He hablado de aquello que preferís que permanezca discretamente sin mencionar. He señalado con el dedo y dado nombres, mientras decía “¡Ese es el hombre!”. Y continuaré haciendo y diciendo esas cosas, porque es mi deber, porque esas cosas deban decirse y hacerse, y no otras.
El impostor es la maldición del Movimiento; es, más que cualquier otra causa, la razón de cincuenta años de fracaso. Permítaseme explicar cómo reconocer a un impostor en el Movimiento en una sencilla lección. El impostor sólo quiere dos cosas de vosotros: vuestro dinero y aplausos. Nunca os pedirá que asumáis riesgos, es más, prefiere que no los asumáis porque no podríais contribuir con dinero en caso de perder vuestro empleo. Nunca os pedirá que os toméis molestias. Nunca os conminará a sacrificaros o resistir la persecución, la presión, la pérdida y el peligro por la Raza aria. Os convencerá de que lo hace por vuestro bien, que el Gran Resultado se puede lograr sin que carguéis la parte del peso que os corresponde y que la Historia ha puesto sobre las espaldas de nuestra generación de hombres y mujeres arios. En todo esto, el vendedor de humo del Movimiento miente.
Nada de valor se ha conseguido sin esfuerzo y sin pagar un precio, y todo lo que posee valor es siempre el resultado del deber aceptado y cumplido. El Sueño de Hierro puede hacerse realidad –más aun, en otro tiempo nuestra estirpe lo hizo realidad a lo largo de los siglos- pero requerirá sangre, sudor, oro y lágrimas, más prisión, muerte y largo tiempo de esfuerzo y penosa miseria. Quien no os lo avise, os engaña.
Por encima de todo, el Nacionalsocialismo significa deber. Deber hacia uno mismo de tener la certidumbre de un destino racial. En esta blanda y estólida era, muchos hombres blancos huyen del deber, harán lo que sea para evitarlo, pues es difícil, exigente e interfiere con la televisión. En todas las edades del pasado, los auténticos hombres siempre han abrazado el deber, lo solicitaron, hacían de él la piedra de toque de sus vidas. Un hombre sin deber es, simplemente, un cerdo que se revuelca en su pocilga, otra forma de vida animal. El hombre sin un alto deber procedente de un principio espiritual no es mejor que un judío. Para ser nacionalsocialista –para evocar el Sueño de Hierro- hay que ser un servidor de la Historia, poner sobre uno mismo la carga de decidir en qué forma se esculpirá el destino humano. Ser nacionalsocialista supone no sólo responsabilidad, sino también la autoridad moral, el derecho a determinar el destino de otros; y ese es una terrible obligación a asumir, una de las más espantosas y horribles para el hombre moderno. Ser nacionalsocialista entraña el coraje de decidir que esta sociedad está enferma más allá de toda cura y que su extinción es un acto de piedad.
Ser nacionalsocialista requiere cultivar el carácter, la inteligencia y la fuerza moral para reconocer las cuestiones de verdadero interés para nuestra raza y civilización frente a la aplastante distorsión pública y las presiones para caer en el conformismo. Y ser nacionalsocialista es aceptar la persecución y el odio que acompañan a la disconformidad.
EL NACIONALSOCIALISMO VENCE AL MIEDO
Una de las primeras cosas que me chocaron cuando comencé a observar la realidad racial de primera mano en el instituto de Chapel Hill, era el miedo que los estudiantes blancos tenían de cualquier cosa. Sentían un miedo físico de los negros, pero lo tenían aun más de verse implicados, de tomar decisiones morales basadas en lo correcto como opuesto a la conveniencia; miedo a tomar posiciones frente a la estructura liberal de poder contra la violencia, las drogas y la destrucción del medio educativo que provocaban los negros. Desde que tuve contacto con el fenómeno por vez primera, me he encontrado en mi vida adulta con que todos cuantos me rodeaban sabían cómo había que obrar con los negros, pero nadie osaba colocarse a mi lado y combatir la perversidad institucional conmigo.
El miedo de los blancos siempre me ha causado vergüenza. Más que ninguna otra cosa, la cobardía deshonra nuestra herencia y degrada a nuestro pueblo. Me he empeñado en mostrar a otros blancos, mediante el ejemplo de mi propia vida, que se pueden levantar contra esta situación. Tiendo a pensar que una de las razones por las que nunca he podido captar apoyos, no se debe a que la gente no entienda mi mensaje, sino que, de hecho, la mayoría lo entiende; pero, aparte de otras consideraciones, está aterrorizada con la responsabilidad de llevar sobre la espalda el peso de la Historia. La realidad humana es que la mayoría de las personas, simplemente, desconoce lo que supone ser un revolucionario, y eso pasa en todas las épocas. Pero que esa mayoría de personas no esté por la labor no significa que haya dejado de ser necesario hacer dicha labor. La supervivencia racial no es algo ante lo que podamos mostrarnos indiferentes. La extinción del hombre blanco no es una opción. Alguien dio un paso al frente, y siempre he aceptado el hecho de que, por alguna extraña razón kármica, me ha tocado sacar en esta vida la paja más corta. A menudo he deseado que no fuera así, pero el deber me ha asignado un puesto y en él permaneceré.
El Mundo Occidental ha llegado a un punto crítico a través de las empinadas etapas de una crisis gestada durante generaciones, una crisis engendrada por nuestra propia debilidad, cobardía e indolencia. En varias ocasiones a lo largo de este terrible siglo –en Rhodesia, Sudáfrica, el Sur de los EEUU, dos veces en Alemania-, el ario ha tratado de resistir sin éxito la embestida del caos reptante conocido por diversos nombres: liberalismo, socialismo, diversidad, corrección política, multiculturalismo, humanismo; pseudónimos con los que el Marxismo judaico (creedlo, el Marxismo todavía vive y goza de buena salud en el Mundo de hoy) y su hermano gemelo, el Capitalismo judaico, se disfrazan. Los hemos hecho frente sin éxito, lo que no significa que debamos dejar de resistir o que aquellos que conocen la verdad puedan cejar en la lucha.
Lo repetiré. La extinción de la Raza blanca no es una opción, y quienquiera que se resigne y abandone el esfuerzo y el peligro que supone el deber racial, condena su alma inmortal al infierno.
EL HONOR DEL SERVICIO RACIAL
Nosotros somos quienes debemos adquirir la voluntad de sobrevivir a la actual crisis de la civilización, allí donde esa voluntad esté dividida, indecisa o ausente. Como es el caso de nuestra enferma y debilitada sociedad, a la que llamamos Civilización Occidental y la cual es, en exclusiva, un producto de la Raza Aria, y que todavía es capaz de llamar a filas a hombres y mujeres cuya fe en ella es tan grande como para renunciar a aquello a lo que el ser humano se aferra obstinadamente, incluida la vida, para defenderla. Ser parte de este proceso, ser un soldado en este conflicto global, no es algo oneroso que haya que declinar; supone un honor, el mayor privilegio que se puede otorgar a un hombre o una mujer, y es un destino al que yo no renunciaría por nada del mundo. El dolor que esos veintiocho años pasados me han infligido es algo que no encuentro palabras para describiros, pero he comprendido desde el principio que tanto dolor es parte del precio a pagar por cumplir con mi deber. Y lo acepto sin poner reparos.
Será un gran día cuando vosotros también lo aceptéis. A pesar de mis reconvenciones periódicas, sé muy bien que no sois malas personas y que percibís en vuestros corazones que compartís tal destino. Aunque muchos lo niegan, hay algo que persiste en cada pedazo del alama del hombre y la mujer blancos, un tenue vestigio de conciencia. Pocos hombre blancos, no importa lo hundidos que estén en el barrizal del materialismo judío, están tan adormecidos como para no entender desde esa mínima parte de sus conciencias que la crisis existe. Es, de hecho, una crisis total –política, moral, intelectual, religiosa, social y económica-. Lo que está en juego es, ni más ni menos, que siga existiendo en esta tierra personas de piel blanca. Lo sabéis, y un día os uniréis a mí, aunque no oculto que espero que eso suceda más pronto que tarde.
NUESTRA RAZA ES NUESTRA NACIÓN
Los nacionalsocialistas estarán unidos mañana no sólo por una común devoción a nuestro líder inmortal y sus ideales, sino también por un lazo de sangre que supera las barreras de las naciones y las diferencias de clase y educación, en desafío a cada norma y dogma de los judíos: nuestra raza es nuestra nación. Esta poderosa fe en nuestra propia herencia y destino, nos dará algún día el poder de mover montañas, y llegará el día en que, por fin, movamos a los hombres también. Los nacionalsocialistas son el fragmento de la humanidad aria que ha recobrado la capacidad, hace mucho tiempo perdida, de nuestra estirpe para sostener convicciones y actuar conforme a ellas en la vida, en la muerte y por nuestra fe.
No hay mayor llamamiento humano que el que pide sacrificar la propia vida –sea con la muerte o con una desinteresada devoción y pobreza de por vida- a un ideal más grande que uno mismo. Y esto es lo que el Nacionalsocialismo intima a hacer a cada hombre y mujer. En estos tiempos de timidez, prosperidad e inercia, no es un mensaje popular, pero unos pocos responden a él en cada generación. El idealismo se encuentra en nuestra composición genética y, aunque lo asfixiemos con el bienestar material y la indiferencia del mundo judaico en el que nos pudrimos, siempre resplandecerá pese a todo. La chispa de esencia divina que reside en nuestras almas arias todavía permanece. Si no lo sientes dentro de ti, no leas las líneas que vienen a continuación.
Sé perfectamente que en este verano, como me acaeció en aquel día estival hace veintiocho años, a lo largo de esta tierra hay un pequeño números de jóvenes de ambos sexos que vuelven la vista hacia el lugar en dónde sólo han malgastado algunos miserables y desdichados años, y consagrarán sus vidas a un futuro en el que eso no vuelva a suceder. Ciertamente, he conocido a algunos componentes de esa nueva generación y espero conocer más próximamente para que se beneficien de mi experiencia y permitirles entender que son los herederos del glorioso legado de Hitler y Rockwell. Un legado que se llevará a efecto en el siglo XXI, y eso será así porque un reducido número de nosotros renunció de buena gana a su lugar en el gran pesebre de los consumidores, a nuestra posibilidad de alcanzar eso que la sociedad políticamente correcta conoce como felicidad, a fin de responder a llamada de nuestro deber racial. Por eso justificamos a los nuestros ante el tribunal de la Historia; somos un pequeño grupo de hermanos y hermanas que ha renunciado a todo para hacer lo correcto en lugar de lo que nos fuera conveniente o socialmente aceptable. No admitiría abandonar mi calidad de miembro en esta diminuta élite por nada del mundo.
El infierno nos espera ahí fuera, señores. Es sucio, penoso, arriesgado, deprimente, duro y brutal. E indescriptiblemente glorioso. ¡Uníos a mí!
¡Uníos a mí¡. Soñaremos con el Sueño de Hierro el día de mañana; en esa fecha, el mundo despertará a un día de sangre, fuego y renovación que nos conducirá al mayor imperio que ha visto el género humano.
Harold A. Covington

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