Vive La Difference
Harold A. Covington
(traducido por Bucelario)
Si tuviera que indicar lo peor que los judíos nos han hecho, diría que han abierto una brecha entre los hombres y mujeres blancos ahora casi insuperable. En ningún otro aspecto se hace más evidente la naturaleza claramente genocida y antihumana del judaísmo. Nada ha causado más sufrimiento, angustia y tormento para la Civilización Occidental o mayor catástrofe para la reserva genética del Mundo Ario que la creación de una sociedad en la que los blancos de ambos sexos se ven mutuamente como adversarios en vez de compañeros. La instigación y propagación de este odio entre hombres y mujeres blancos es su más grande éxito; posiblemente es, a largo plazo, una victoria mayor que la destrucción del Tercer Reich o la creación del artificial y criminal estado de Israel, ya que cuando hombres y mujeres blancos se odian unos a otros, el número de bebes blancos cae como una piedra y nos acercamos más y más a ese punto sin retorno en el que nuestra extinción racial deviene en inevitable. Y siempre hay que tener presente que esa es la meta definitiva del pueblo judío: exterminar a todos los hombres y mujeres de piel blanca sobre la faz de la Tierra.
Pero ahora no voy a hablar de eso. Voy a hablar de mi vida sexual.
O mejor dicho, me veo obligado, por la naturaleza de este tema, a abrir cualquier discusión sobre él con una larga y reveladora declaración. Hay un motivo esencial para hacerlo, y es las características del ridículo zoo que denominamos –risiblemente- el Movimiento. Mis opiniones en torno al papel de las mujeres en la sociedad son puramente raciales y políticas, y las he meditado de manera metódica y cuidadosa, pero ni uno de cada diez de entre vosotros las aceptará. En la inmadura, políticamente impotente y atrasada, necia y neurótica tendencia a la que nos referimos como “el Movimiento”, cualquier reconocimiento de un principio político (en el sentido habitual del término) es casi inexistente.
Como no somos más que unidades de producción y consumo debilitadas, neuróticas y mentalmente paralizadas en lugar de hombres y mujeres, cualquier cosa dicha se toma como algo personal. Siempre, siempre personal. Los conceptos de oposición leal o crítica constructiva simplemente no existen en las entrañas del Movimiento. Toda crítica, sin importar lo fundada o bienintencionada que sea, se toma como un insulto tremendo y la respuesta inmediata es atacar al crítico y cuestionar sus motivos para decir cualquier cosa que haya expresado, sin considerar que esta sea justa o válida.
Por decirlo en pocas palabras, somos un movimiento femenino; parecerá raro que diga esto a la vista del tema de esta noche, pero vemos que es cierto en cuanto reflexionamos sobre ello. Es irónico que nuestras camaradas femeninas nos acusen de ser unos neandertales que odian a las mujeres y pretenden darles un cachiporrazo en la cabeza, arrastrarlas al dormitorio y, tras acabar, encadenarlas a la cocina para que no puedan llegar hasta una urna electoral. Francamente, nos vendrían bien más chicos de esa clase.
Con la excepción de ciertas sectas del Ku Klux Klan que operan en áreas del Sur rural apenas contaminadas aún por lo políticamente correcto, una visita a una de nuestras típicas reuniones ultraderechistas[1] o racistas en el salón comedor de un motel, no es que revele a una feroz banda de guerreros de la carretera tatuados, listos para hacer rugir sus motos y babear lascivamente sobre la camarera [2]. Por lo general, los miembros de grupos racistas y ultraderechistas son hombres en un 95%; sobre el 60%, ronda los 50 años de edad y los 30, en un 85% de los casos. Consisten en conservadores de edad avanzada, hombres de mediana edad barrigudos y con dos o tres divorcios, y un tercer tipo predominante en la National Alliance y otros grupos racistas “intelectuales”: jóvenes próximos a la mediana edad, endebles hasta el punto de resultar lúgubres, lo que suele deberse a extraños hábitos alimenticios o problemas de salud; que ponen los ojos en blanco de forma peculiar y padecen tics faciales; que obsesivamente se visten como enterradores o huelen como cabras debido a la falta de aseo; y, generalmente, con unas muy extrañas ideas acerca de diversos temas, incluidas las mujeres (¿Podéis ver porqué gente como Pierce o Metzger se enfurecieron con el horrible Harold? Se supone que no decimos cosas como estas en público, por más que sean ciertas, da igual intentar cambiar todo esto como hace el horrible Harold. Y, efectivamente, esto está relacionado con el asunto de las mujeres. Os pido paciencia, por favor).
De todas formas, cuando hablo de mis puntos de vista puramente políticos o raciales, sin más ni más, ocurre como en todo aquello por lo que abogo: los suspicaces habituales me acusan de decir tales cosas porque tengo una sexualidad anormal o reprimida, o porque no puedo conseguir novias o cosas por el estilo. Nuestras camaradas femeninas –actualmente, muy enojadas con vuestro amigo y humilde servidor- dirán lo mismo, algo como “No me extraña que no estés casado, no sabes cómo tratar a una mujer, has fallado como hombre, etc”. En todo caso, no será más que un esfuerzo para evitar reflexionar sobre lo que digo, lo cual es muy común en el “Movimiento”.
Pero este asunto es importante, como he indicado. Esa maldita costumbre se puede solucionar, si, de algún modo, recuperamos el arte de pensar en lugar de exaltarnos, y pensar adecuadamente; y esa maldita costumbre que tenemos debe discutirse a fondo ahora, y no abandonarla para el momento posterior a la revolución en que ostentemos el poder. Para prevenir y desactivar los perversos ataques personales que provocará mi declaración en torno a lo que creo son claras y evidentes verdades raciales y políticas, narro una historia tan breve como sea posible de mis relaciones con el bello sexo.
***
En septiembre cumpliré 45 años. En mis tiempos, tuve tres relaciones serias, incluidos dos matrimonios, cuatro o cinco relaciones semi-serias y un total de, posiblemente, unas dos docenas de relaciones casuales y/o encuentros de una noche, uno de ellos con una prostituta simplemente para poder decir que lo había hecho. Mi actitud hacia las prostitutas es similar a lo que se cuenta de Voltaire, el cual fue invitado por el marqués de Sade a participar en una orgía, algo que hizo con una energía y vigor tan grandes que el Divino Marqués le preguntó si quería participar de nuevo en un evento semejante. El filósofo declinó con estas palabras: “Una vez es curiosidad intelectual legítima. Dos es perversión”.
Creo que mi vida sexual es la propia de un hombre de mi edad en la época que he vivido. Nunca he aceptado la “filosofía del playboy”, en virtud de la cual un hombre está, de alguna forma, por debajo de otro si no salta de cama en cama en un par de días. Eso me ha ahorrado innumerables sufrimientos. Por lo común, las relaciones con mujeres no han tenido un puesto muy alto en mi lista de “cosas por hacer” a lo largo de mi vida. Habrá quienes piensen que eso me convierte en tipo raro. Al infierno con ellos. Son idiotas. Los seres humanos tienen otros propósitos en este mundo aparte de un sinfín de actos copulativos con tantas féminas como sea posible. Los animales lo hacen. Pero somos más que animales.
En el colegio y el instituto, tuve las relaciones típicas de noviazgo, aunque menos que la media. Muchos chicos tenían relaciones adolescentes de forma constante por la época en que teníamos doce años. Nunca estuve en esa liga, no conquisté a las animadoras ni a las jóvenes precoces con fama de calientes (hablamos de los tiempos de “La tribu de los Brady”, recordadlo. Ahora me remito a los bailes en el gimnasio, los Beatles y los pantalones acampanados). No es sólo que fuera incapaz de competir con los atletas y los más populares, sino que, simplemente, el tipo supermodelo nunca me atrajo. Solía aguardar en los alrededores de la manada femenina y cazar a los ejemplares rezagados, por decirlo así; las chicas que andaban solas en los vestíbulos y no en compañía de otras cinco o seis; las delgaduchas con gafas, de pelo largo y liso, con algo de acné y las estudiantes con mejores calificaciones; os hacéis una idea. Como resultado, obtuve mi cuota de besos en el cuarto de la banda y de toqueteos bajo las gradas, pero a costa de tener una cargante mala suerte, para ser franco. Por no mencionar que las niñas tenían peor suerte, para que veáis que soy un trozo de piedra totalmente insensible.
La primera con la que “llegué hasta el final”, como se decía entonces, quedó embarazada. Ambos teníamos trece años, catorce cuando nació en bebé y fue dado en adopción. Tengo una hija en algún lugar que cumplirá treinta años en mayo; sería raro que yo fuese el padre de una Ally McBeal. La segunda fue una lolita paleta de Tennesse que me contagió la sífilis, y tuve que hacerme con un carnet falso de estudiante de la Universidad de Carolina del Norte e ir a la clínica del campus durante casi un año para inyecciones y chequeos. Mi entrepierna había sido duramente castigada; varios años después, me decían en cada chequeo que algo llamado “titers” aún aparecía en mi sangre. La chica que fuera mi novia extraoficial en mi último año de instituto murió en un accidente de tráfico en 1971, una semana antes de graduarnos. Me encontraba en Florida, y sus amigas hippies y/o niñas bien me odiaban y no se molestaron en avisarme, así que no pude asistir al funeral. Quedé de maravilla, os lo puedo decir. A propósito, para aquellos de vosotros que estéis completamente fascinados con la historia de la maravillosa y sorprendente juventud de Harold, os recomiendo adquirir mi novela Fuego y lluvia, disponible en Chapel Hill. Algunas partes son autobiográficas.
Me he casado dos veces y media con una ecléctica serie de señoras, una americana, una irlandesa y una neozelandesa. Por ello, tengo la suficiente experiencia práctica para comprender que cada relación hombre/mujer es distinta y es peligroso generalizar, aunque no imposible. Hay ciertos temas comunes, especialmente en la sociedad de hoy, en la que todo el mundo expone los detalles más íntimos se su vida privada en el National Inquirer y Ophra. Pero cada caso particular es único.
Mi primer matrimonio fue un error de juventud. Tenía 19 años y Lucie, 18. Ninguno de los dos tenía problemas en casarse, y estábamos condenadamente seguros de que el otro tampoco tenía problemas en hacerlo. Duró unos cinco años, de 1972 a 1977, y estábamos separados durante los últimos dieciocho meses de matrimonio. Exigí mucho a Lucie, le arrastré a Rhodesia conmigo, perdimos a un hijo en un aborto y el otro murió a los cuatro meses de edad a causa de una infección viral cuando me encontraba destacado en Llewellin Barracks (Bulawayo). Sacábamos el agua del río Ungusa y el comando de la base nos avisaba continuamente para que hirviéramos el agua cuando la vieja depuradora se averió sin que hubiera piezas de recambio disponibles. Lucie sufrió una crisis mental tras la muerte del bebé, y por un tiempo permaneció en un psiquiátrico en Ingutshemi. Yo estaba la mitad del tiempo en el campo y la otra mitad la dedicaba al Rhodesia White People´s Party o SAFOM, por no mencionar que estaba ebrio la mayor parte del día (lo que supone la condición rhodesiana normal), y no fui de mucha ayuda.
Podéis ver que acepto perfectamente ser el principal responsable de este fracaso matrimonial, aunque dudo que las cosas hubieran ido mejor de haber estado en los EEUU. Lucie y yo pasamos juntos un fin de semana en la primavera de 1980, tras el divorcio, cuando voló desde Chicago. Me quedé dormido con ella en el aeropuerto, un lunes, cuando iba a tomar el vuelo de regreso a Chicago, para poder despedirme y ambos dijimos “Tenemos que repetirlo alguna vez”, pero no creo que eso pase. Realmente disfrutamos juntos, y estoy contento de que pudiésemos tener una “ruptura no traumática” como lo llaman los loqueros de hoy. Un último comentario a la etapa de Lucie: el dormitorio fue el único ligar en el que todo iba bien, y os puedo decir por mi experiencia personal que no se puede mantener un matrimonio cimentado sólo en las bases del sexo.
Mi siguiente matrimonio es un caso aparte por dos razones. En primer lugar, mi matrimonio se vio envuelto en mi increíble y grotesca situación familiar a causa de mis hijos irlandeses y sus derechos legales respecto a una de las fortunas personales más conspicuas del Sur, algo sobre lo que no me extenderé aquí. Baste decir que si la historia de mi familia se adaptase a la TV, sería tomando una tercera parte de Dallas, una tercera parte de Millenium y un tercio de Married with Childrens. O puede que Leave it Beaver mezclado con Los Borgias. O, posiblemente, un Especial Halloween de los Simpson, si quisierais hacer una versión animada (Maldición, creo que es mejor que me calle antes de que en Hollywood un guionista judío decida hacer un par de episodios pilotos). Pedid Fuego y lluvia si sentís curiosidad, en confianza, es todo mucho más encantador allí. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, Louise. Bien, la segunda razón por la que Louise y yo rompimos fue, a largo plazo, el más antiguo de los conflictos hombre/mujer: quien llevaba los pantalones en casa. Los llevaba yo, pero Louise nunca cejó en su intento de ponérselos. Lo que le enfurecía (a ella y a otra mujer con la que viví) es que no lograba enojarme. Nunca he alzado la voz al expresar un argumento. Uso más las palabras que los decibelios, y cuando la situación se me escapaba de las manos y era obvio que no iba a sacar nada en limpio de seguir así, simplemente le decía que no iba a continuar discutiendo en esas condiciones y que me iba de casa. Por supuesto, esto le sacaba de quicio: me llevó tiempo entender que, si quieres a alguien y lo deseas retener a tu lado, no has de sacarle de quicio.
Nunca he sido de los que hacen escenas, gritan, amenazan, insultan, etc. Cuando tengo una confrontación con mi pareja, procuro hablar con ella en primer lugar. No pregunto por la razón de lo que pasa, porque sé muy bien que, nueve de cada diez veces, la razón no tiene nada que ver con el auténtico problema y sobre lo que se discute no es el motivo de por qué es infeliz –he tenido que aprender mucho de las mujeres a lo largo de los años-. Muchos hombres comenten el error de tratar de convencer a su mujer mediante la razón y la lógica acerca del tema de discusión, que, normalmente, no es el problema. Y los hombres terminan confusos y dolidos porque nada de lo que dicen o hacen ha servido para algo.
Un buen ejemplo: cada cierto tiempo, hombres del Movimiento vienen a mí y me castigan el oído con los problemas que tienen con sus esposas o novias, las cuales les hacen sufrir por su compromiso racial mediante el ultimátum que es usual; es decir, elegir entre el compromiso o ella. “Mientras tus labios besen al racismo, nunca me besarán a mí”, bla, bla, bla. En la mayoría de los casos, esa no es la cuestión. La cuestión es que sienten que hay un rival que ocupa vuestro tiempo, esfuerzo, dinero y cariño. Sucedería lo mismo con cualquier otra cosa de la que fuerais devotos con la misma intensidad: la pesca, opciones políticas del Establishment o una vocación tal como ser policía (los policías tienen ese problema a menudo), una vocación artística como la pintura o la escritura (tengo una máquina de escribir celosa de mis mujeres), cosas por el estilo. Ellas exigen ser el centro de toda vuestra existencia, y, en el mundo actual políticamente correcto, piensan que tienen derecho a esa exigencia y que cometéis una falta si no accedéis a ella.
Perdón, he vuelto a desviarme del tema. Todo eso se tratará en futuras entregas de lo que promete ser una larga serie. De todos modos, mi matrimonio con Louise pudo haber sobrevivido a nuestros conflictos personales o a las variadas conspiraciones de mi padre para quitar a mis hijos la herencia que les correspondía por derecho, pero no podía sobrevivir a ambos factores juntos, y no lo hizo. Me corresponde un 25% de la culpa por este fracaso –en primer lugar, nunca debiera haberme casado-, Louise acarrea el 25% y la mitad restante corresponde al Príncipe de las Tinieblas procedente del ciprés de los pantanos. Lo peor de esto, es que cuatro niños inocentes se vieron atrapados en el fuego cruzado. Así que cuando me oigáis pontificar sobre las mujeres, tened en mente que estoy muy experimentado.
Jan de Nueva Zelanda, sobre ella no pretendo discutir. La amaba, y me fue arrebatada por el diablo con el que continúo batallando hasta hoy en todos esos emails y boletines informativos, en los que hay cosas que no deseáis oir. Cuanto puedo decir es que, mientras no niego mis motivos personales en combatir la vileza y corrupción del Movimiento, que empezó con Benny Klassen y continúa hasta el presente en la persona de unos pocos implicados individuales, no creo que esas motivaciones me descalifiquen para pelear contra la vileza o invaliden lo que he dicho. ¿Por qué uno no puede hablar contra el Diablo cuando se ha sido su víctima?¿ porque no se es “objetivo”?.
Ha habido otras relaciones. Judy la Holly Roller, era una verdadera dama del Sur, pero aquellos freaks de Jesús le hicieron un lavado de cerebro increíble, y estoy seguro de que a algunos de vosotros os ha tenido que pasar lo mismo. La señorita tatuada del Rockwell Hall se ha transformado en algún tipo de leyenda, como le ha ocurrido a Barbara la Bebedora que corrió desnuda en una de las reuniones de Glenn Miller. Eileen de Donegal y Mary de Cork fueron dos que desaparecieron sin dejar rastro y siempre me ha intrigado que pudo haber sido de ellas (A propósito, como comentario totalmente irrelevante, me ha llamado la tención que cuando un hombre se casa, de repente, otras mujeres casadas comienzan a rodearlo ¿nadie más ha tenido esa experiencia?. Perdón, divago otra vez).
Tras Jan, me tomé las cosas con calma. Tuve dos relaciones más o menos casuales con compañeras de los diversos trabajos que he tenido y una amistad platónica con una persona realmente excelente en Seattle, uno de esos casos reales en que el bastardo de su primer marido la golpeaba dejándola llena de moratones y la trataba como un felpudo; así que ella no soportaba que un hombre le tocase físicamente (sé que la mayoría de esas historias son falsas, pero no todas; así que no se enfurezcan, señoritas, no afirmo que los hombres jamás abusen de las mujeres. Soy consciente de que sucede).
Para aquellos de vosotros que sintáis una curiosidad insaciable en lo relativo al aspecto físico de mi carrera como Casanova, he de deciros que toméis una ducha fría. No soy Bill Clinton, no soy un atleta del dormitorio; muestro respeto por las mujeres y no hablo de temas íntimos. La experiencia me dice que el sexo es como el combate militar: la mayoría de los hombres se jacta de ello, pero sólo unos pocos tiene derecho a hacerlo.
Daré una pista. Son las pequeñas cosas las que tienen efecto en las mujeres. Una rosa no es sólo más barata que todo un ramo, es más eficaz, al menos con la clase de señoritas con las que he tratado. No intento seducir a las mujeres. No las asalto en una callejuela solitaria y empiezo a manosearlas, no me bajo los calzoncillos como Bill Clinton y digo: “¡Besa el pajarito, cariño!”. Mi técnica, si la queréis llamar así, es muy simple. Me tomo mi tiempo, y lo hago con tacto y cautela. Les escucho; en primer lugar, me convierto en su amigo; les trato como a personas, y entonces, formula la pregunta. Calculo que esto ha funcionado en un 50% de las ocasiones. A lo largo de mi adolescencia y vida adulta, tan solo una mujer ha huido cuando le planteé la pregunta, lo que no es un mal resultado, en mi opinión, si se tiene en cuenta la disposición de las mujeres a escapar de estas situaciones. ¿Qué otra técnica conocéis que obtenga un 50% de éxitos?.
Y si no lo conseguís, recordadlo: un caballero siempre puede aceptar un no por respuesta. Un hombre que insiste después de que la mujer haya indicado claramente que no está interesada, es un maldito cerdo.
Me han preguntado si intenté algo con Christy de la UNC, a quien escribía allá por 1996. La respuesta es no. Creo honestamente que resulta indigno y poco adecuado para un hombre de mi edad perseguir a jóvenes que podrían ser sus hijas; obviamente, nuestro ilustre jefe de estado[3] disiente. Otros me han interrogado sobre si la demente Sharon Mooney fue mi novia. La respuesta es no; únicamente traté con ella una vez y era evidente que tenía problemas mentales y emocionales que la hacían inútil para el Movimiento; además, también era demasiado joven para mí. La National Alliance ha hecho circular algunas cartas que supuestamente le escribí, falsificadas, mayormente, lo que concuerda con las prácticas habituales del culto que venera a Pierce.
Mi última relación amorosa fue en Chapel Hill con una rusa francamente bella, una estudiante que, debo añadir, tenía su propia green card sin necesidad de que se la diese un marido americano. Anna parecía dispuesta a tener una relación permanente, aunque la nuestra siempre tuvo el carácter de algo provisional. Dejó claro que quería que yo consiguiese un trabajo normal y ganase más dinero, lo que desde su punto de vista era justo exigir. No sentía escrúpulos hacia el Nacional Socialismo, al ser consciente de la cuestión judía, al igual que la mayoría de los europeos del Este, y una de sus mayores virtudes era que podía discutir libremente con ella acerca de política racial. En cierta ocasión me dijo: “Los alemanes mataron a tres miembros de mi familia. Unos cincuenta murieron a manos de Stalin”.
Esta relación acabó tras la maliciosa demanda incoada, con la que se hizo evidente que me acosaba un psicópata. Me han sugerido que una de las razones por las que Willard me odia tanto, es que le atormentaba mi posible éxito con una señorita rusa mientras que su esposa encargada por correo de esa misma nacionalidad lo había abandonado harta de que se la usase como un saco de arena de boxeo con demasiada frecuencia. No sé cómo pudo averiguar la existencia de Anna, pero tengo la seguridad de que hubo detectives privados que me investigaron a finales de verano y comienzos del otoño de 1996, así que pudo ser obra suya. No tenía intención de abandonar el partido, y tras hechos como encontrar buzones rotos y heces ante mi puerta, me senté con Anna y le dije que no quería hacerle daño como pasó con las otras mujeres de mi vida, no quería involucrarla en la locura que acompaña a mi vida y de la que parece que no puedo escapar. Una de las razones por las que soy tan vehemente acerca de que el Movimiento ha de cambiar nuestras vidas es para crear algún tipo de subcultura o ambiente en el cual nuestra gente pueda tener alguna clase de vida normal. He sufrido demandas judiciales, sentencias por desacato al tribunal, amenazas telefónicas, vandalismo, webs enteras para difamarme, tipos raros de la NA que se arrastran por la noche hasta mis ventanas e intentan grabarme desnudo, webs en las que de manera falsa se me muestra cometiendo actos homosexuales, psicóticos estrafalarios que tienen capillas de odio en sus casas en donde encienden velas antes de quemar mi foto y balbucean para sí; además, por supuesto, de que el ZOG pueda castigarme directamente al comprobar que esas tácticas son ineficaces.
Soy pobre como una rata, y, como no soy deshonesto cual Pierce o Metzger, no existe la posibilidad de que pueda ofrecer a una mujer 345 acres de tierra y una mansión de caza bávara, levantada con las donaciones de mis seguidores. En buena conciencia, no puedo pedir a una mujer que comparta esta vida y no tengo intención de hacerlo.
****
Se me ha preguntado de donde viene la famosa expresión “vive la difference”. Según tengo entendido, ocurrió lo siguiente:
En la década de 1890, Francia consideraba otorgar el voto a las mujeres, y cierta célebre feminista francesa, de cuyo nombre no logro acordarme, tuvo el honor –casi único para una mujer de esa época- de pronunciar un discurso durante un pleno de la Asamblea Nacional, compuesta en exclusiva por varones, desde luego; todos los cuales se sentaban con sus trajes oficiales de guantes blancos, anchos fajines, condecoraciones, sombreros de copa y tantos otros ringorrangos propios de los políticos de la década de 1890. La dama subió al podium para lanzarles su reprimenda feminista, que se escuchó en educado silencio. Concluyó su discurso con: “Realmente, monsieurs, deben reconocer que, cuando uno se aviene a razones en este asunto, hay muy poca diferencia entre hombres y mujeres”. Ante este comentario, la cámara entera se levantó como un solo hombre espontáneamente y clamó: “Vive la difference!”.
Hombres y mujeres son diferentes. No inherentemente inferiores o superiores los unos a los otros, pero diferentes. Afirmar que un sexo es, de algún modo, inferior o superior a otro es como decir que las manzanas son inferiores a las naranjas, o viceversa. Son dos frutas y cualquier comentario es una cuestión de gusto y punto de vista personal, no un hecho científico o pragmático. Decir que una manzana es, de una manera u otra, mejor o peor que una naranja, no tiene relevancia o significado en el mundo real. Las diferencias entre hombre y mujer son en torno a un 20% ambientales y psicológicas, ese 20% está sujeto a un cierto grado de posible manipulación y alteración, pero no supone tanto como las feministas querrían hacernos creer; y cerca de un 80% de las diferencias son biológicas, físicas y bioquímicas. Por ello, resulta absurdo e irracional el intento de hacer de hombres y mujeres dos organismos humanoides “iguales”. Es algo que no puede hacerse.
El hombre, en general, es más grande y fuerte físicamente que la mujer. Sí, hay excepciones individuales, sobre todo en la actual cultura políticamente correcta, con sus varones blancos degenerados en habitantes de sus cubículos de ordenador y mujeres cada vez más masculinas en carácter, lo que parece que aumenta su tamaño físico de alguna manera. Una de las más siniestras transformaciones de los años recientes, viene atestiguada por numerosas investigaciones estadísticas y estudios que indican como los sedentarios varones blancos americanos pierden su virilidad en sentido tanto físico como moral. Los cómputos de esperma blanco han caído en picado en, aproximadamente, unos veinte años. Nos convertimos en menos que hombres en el más amplio significado del término.
Pero en las sociedades no fantasiosas y más o menos orgánicas, el hombre es el más grande y fuerte por norma. En parte, tiene que ver con la dieta. En cualquier ambiente de negocios o trabajo en donde hay gran número de alógenos ilegales, se puede observar, por ejemplo, el tamaño de los orientales nacidos en China y el Sudeste asiático y criados con nada más que arroz y pequeños pescados, y compararlo con el tamaño y peso de los asiáticos nacidos aquí y que han crecido con abundancia de frutas, cereales, vegetales y la buena y vieja carne rica en colesterol. Las mujeres nacidas en China son especialmente diminutas, pesan entre setenta y ochenta libras, si bien son más fuertes que las jóvenes blancas debido a que han de efectuar labores manuales desde que nacen.
Pero la mayoría de tales excepciones son individuales, por especificidad cultural o de otro modo de idiosincracia. El hombre es físicamente más grande y fuerte que la mujer. Se debe a que la Naturaleza ha concedido al macho y la hembra humanos una división natural del trabajo, la cual no se puede revocar mediante el feminismo, la acción afirmativa o cualquier otra cosa por el estilo. Dicha división natural es simple: el hombre provee de comida, abrigo y protección de los enemigos a la unidad familiar. La mujer da a luz y cría a los hijos. Así es como los seres humanos se apoyan para vivir; en realidad, la única manera en la que pueden vivir tras pasar por un par de generaciones confusas y caóticas del tipo que experimentamos ahora. Es innato. Es biológico. No puede cambiarse, y todo intento de adulterarlo produce desastres y destrucción, como aprendemos actualmente en la América políticamente correcta.
No hay crías más desvalidas que los niños humanos. Serpientes y aligátores son autosuficientes desde que rompen el cascarón; los pájaros, gatos y perros se ponen en pie, desempeñan funciones y consiguen su propia comida en cuestión de semanas; los bebes humanos tienen que alimentarse inicialmente con leche materna en un período de varios meses, y luego con comida especialmente preparada y tratada durante otro año, más o menos. No pueden defenderse a si mismos o escapar de un enemigo sin ayuda. Los niños no pueden vivir por su cuenta con esperanza de sobrevivir hasta los diez u once años de vida. La “familia nuclear tradicional” en su integridad –tan odiada y vilipendiada por liberales y feministas- es una institución establecida por Dios/los dioses/la Naturaleza/La Fuerza/la Gran Calabaza o cualquiera que quiera asegurarse de que la especie humana siga existiendo. El objetivo primario de la relación hombre mujer es engendrar niños y cuidarlos hasta que sean lo bastante adultos como para valerse por si mismos. Los rasgos emocionales y culturales que favorecen el matrimonio son valiosos y han producido toda nuestra civilización, pero son, de hecho, accesorios, producto del proceso central de perpetuar la especie humana. El padre y la madre no son la parte vital del cuadro (aunque sean esenciales): los hijos lo son.
Este acuerdo no es desconocido en otras especies y en todas las categorías de mamífero, el macho es siempre más grande, fuerte, rápido y más combativo. En muchos casos, tales como los leones o los lobos, un macho alfa practica la poligamia con un cierto número de hembras y elimina a otros machos competidores hasta que envejece, se debilita y llega su turno de ser eliminado por un macho más joven. Sociedades primitivas no-blancas, en África y el Tercer Mundo, todavía siguen este patrón. Los arios, en su mayoría, se han emparejado de por vida a lo largo de las épocas; hay algunos ejemplos de poligamia en antiguas culturas arias, pero sin ser tan frecuente como en otras sociedades. Los antiguos nórdicos y germanos la practicaban, pero renunciaron a ella en el cambio del último milenio. Para bien o para mal, una vez la raza aria se cristianizó, desapareció la poligamia (Los mormones son un caso aparte, no son representativos y su poligamia no es algo orgánicamente enraizado en la historia, sino un comportamiento elegido conscientemente). Una razón para la poligamia era el índice de mortalidad masculina extremadamente alto en tiempos de guerra; un interesante ejemplo moderno en el tercer Mundo es la concesión de primas de dinero, automóviles y casas por parte de Saddam Hussein a los oficiales iraquíes que tomasen por segunda o tercera esposa a una viuda de las guerras con iraníes y americanos. La matanza de casi veinte años de continuas guerras había diezmado la reserva genética iraquí, y Saddam se mostró decidido a asegurarse de que Iraq no se despoblaría. Yo desearía que Alemania hubiese establecido un tipo de poligamia semejante tras ambas guerras mundiales.
Hombres y mujeres forman las dos mitades de un todo. Ninguno puede –o debería- existir sin el otro. La idea de dos mitades de un mismo organismo que compiten una con otra, que una domine a otra o que haya enemistas entre una y otra, es una receta obvia para la destrucción. Esto se debe a que los judíos promueven el concepto de que el hombre es, de alguna manera, el enemigo natural de la mujer, como promueven todo aquello que sea destructivo, venenoso y suponga confusión reproductiva e infelicidad entre nuestra gente. Nos odian y nos quieren a todos muertos, usan cada arma que hay a su alcance para lograr esa meta, incluido el feminismo. En realidad, es muy simple.
La homosexualidad es una perversión asquerosa. Es absoluta y completamente errónea, ya que niega la división natural del trabajo entre hombres y mujeres e impide la procreación de hijos. La repugnancia instintiva que la inmensa mayoría de personas normales aún siente hacia maricas y tortilleras es el reconocimiento en una porción de nuestra composición genética (o almas, si sois cristianos) de lo que es antinatural y contrario a la supervivencia (o pecaminoso). Esto es así porque el lavado de cerebro políticamente correcto y la ingeniería social –relativamente exitosos a la hora de conseguir que aceptemos a alógenos como nuestros iguales- parecen a haber fracasado en coaccionar mental y emocionalmente a la gente para que acepten la práctica abierta de la sodomía. Esto se hace más patente cuando una relación sodomítica implica a niños: los blancos aún son capaces de enfurecerse y reaccionar cuando desde la pizarra del colegio local se pretende adoctrinar mediante frases como “Heather tiene dos mamás”, casi la única cosa que les hace entrar en acción. Millones de años de código genético que establece el comportamiento en orden a la supervivencia biológica no pueden reescribirse con cincuenta años de propaganda de Hollywood o suprimirse con leyes contra la homofobia.
El Nacional Socialismo busca recrear un mundo fundamentado en el orden natural, lo que supone, específicamente, un retorno a lo que se denomina como valores familiares tradicionales, tal como se hizo en Alemania, con un padre con empleo remunerado como cabeza de familia y una madre a tiempo completo y ama de casa como corazón de la familia. Esto no implica esclavizar a las mujeres en modo alguno; en el sentido más auténtico, se les libera de los valores feministas y judaicos y de la verdadera esclavitud del mercado. La mujer aria del futuro tendrá una libertad que todas las mujeres tienen pero que hoy han perdido: la libertad de ser una mujer de verdad.
En gran parte, lo que las feministas judías y lesbianas piden, demandan o defienden carece de relevancia en el mundo real. Ellas, más incluso que los liberales en su conjunto, están condenas a la derrota final y a la decepción, aunque han conseguido éxitos momentáneos, leves y superficiales en el mundo de habla inglesa. En esencia, el feminismo es una forma de perversión, ya que distorsiona lo que es natural en el rol sexual del hombre y la mujer. El feminismo, al igual que la integración racial y toda modalidad de liberalismo, sólo puede imponerse tanto a hombres como mujeres a punta de pistola, literal o económicamente.
Eliminar el poder de las leyes del ZOG y la necesidad económica que empuja a las mujeres a trabajar, simplemente hará que esto acabe, y el feminismo y la integración racial morirán.
[1]Covington usa el término rightwing, cuya traducción exacta es “derecha” o “derechista”. Pero aquí, lo hemos preferido traducir por ultraderechista, para evitar confusiones en el público hispanohablante (N. del T.).
[2] En los EEUU, el motorista al estilo de los que nutren bandas como los Hell Angels se considera un símbolo de agresividad masculina y rudeza viril (N. del T.).
[3] Téngase en cuenta que este es un texto fechado en agosto de 1998, bajo la presidencia de Bill Clinton (N. del T.).
No hay comentarios:
Publicar un comentario